jueves, 28 de agosto de 2014

El poder de un buen café

¿Sabes esos días en los que piensas que habría sido mejor no levantarte?
Hoy es uno de esos para mí, y solo me apetece gritar o romper cosas (preferiblemente sobre la cabeza de mi jefa, pero no se lo digas).
Joder, qué puñetero agobio... ¿Acaso cree que soy Spiderman y puedo atravesar la ciudad en diez segundos con mi tela de araña? Lo único que tengo esta mañana son legañas, y no son tan resistentes. Así que tendrá que aceptar que es imposible que me cruce Madrid entera varias veces para enseñar tres pisos en apenas cuarenta y cinco minutos. ¿Está loca o qué?

Pero cuando ya creía que el mundo se derrumbaba a mis pies y me engullía un hoyo profundo, va y aparece Gus con un café gigante de Starbucks (lo que quiere decir que llevaba de todo menos café, es decir, petadísimo de chocolate, vainilla y nata) y una sonrisa de oreja a oreja. De esas que me hacen sentir bien nada más verlas, sonrisas que son mejor que un chute de endorfinas. Mi amigo Gustavo tiene muchas de esas guardadas siempre para mí, o eso dice. La verdad es que siempre aparece en el momento oportuno y me ofrece su mano (casi siempre llena de comida, cosa que ayuda).

En fin... el día seguirá siendo duro, pero al menos el sabor del chocolate que se me ha quedado en los labios me recordará que hay pequeñas cosas en la vida que hacen que merezca la pena. Una de ellas es un buen café, por supuesto, pero sobre todo un buen amigo.

Gracias, Gus.

lunes, 25 de agosto de 2014

¿Hacer la compra o una odisea?

¿Por qué?
¿Por qué tengo la casa llena de bolsas del súper y luego, a la hora de la verdad, no llevo ninguna encima?
¿Por qué me toca pagar cinco, diez o los céntimos que sean (CADA VEZ) por algo que ya tengo? Y como necesito tres o cuatro bolsas cada vez, puedes imaginarte la cantidad que deambula por mi casa como fantasmas sin rumbo.
"Guárdate una en el bolso, idiota. O en el coche, ¿por qué no te las dejas en el maldito coche?".
Pues porque llego cargada como una mula y cuando termino de guardar la dichosa compra (empapada en sudor y de muy mala leche), de lo que menos me acuerdo es de dejar la puta bolsita en algún sitio a la vista para luego llevarla conmigo. Bastante tengo con acordarme de tomarme un Aquarius para reponer las sales minerales que he perdido cargando con semejante peso.
Y te preguntarás si mi compañera de piso, Natalia, no mueve el culo para echarme una mano. Verás, ella es más de productos ecológicos (y caros), así que un día tuve que plantarme y decirle que cada una se pagara su compra. Vale, igual soy una rata, pero a mí me la suda que mis lechugas estén llenas de pesticidas si luego voy a poder llegar a fin de mes. Pagar a medias esa locura iba a terminar provocando que me duchara con agua fría, y solo un par de veces por semana.

Hoy he ido a hacer la compra. Y no solo se me han olvidado las bolsas, no. ¿Qué me dices de la lista? Me paso un rato rebuscando por los armarios y la nevera a ver qué falta, me dedico a planificar una especie de menú semanal... todo esto para llevar un control, ahorrar y no sé qué mierdas más, según algunos consejos que he leído por ahí. ¿Y todo para qué? ¿Para llegar al parking del supermercado y descubrir que me he dejado la lista en el recibidor? Ahí, tan cerquita de la puerta, tan en mis narices que ni siquiera la he visto.
Así que una termina comprando a ojo y, en mi caso, a estómago. Eso es cuando llevas horas sin comer, como un buitre famélico, y entonces vas y te metes en el pasillo de la panadería (y de la bollería). No puedo evitarlo, ese olor a manteca recién horneada me llama como un canto de sirena. Y eso que entro convencida de que de esa sección solo voy a coger una barra de pan integral o cualquier otro tipo de producto que bien podría pasar por alpiste para pájaros.
Jamás, jamás... vayas a comprar con el estómago vacío. Lo que acabará vacío será tu bolsillo, ojo.

Que si la leche en este pasillo, el agua en este otro... eh, los yogures estaban en el de antes, ¿por qué no los he cogido en su momento? ¿Me quedan huevos? ¡Mierda, no he pesado los tomates! Lo congelado para el final, que la liamos... Y ese empeño por coger fruta a mansalva porque hay que comer cinco piezas al día, y luego termina ennegreciéndose mientras las moscas danzan a su alrededor. Y todo porque, seamos sinceros, unas estúpidas ciruelas no pueden competir con unos croissants de chocolate. Así es la vida, no la he inventado yo.

Y todo este caos sin tener niños, que no quiero ya ni pensar en la auténtica pesadilla que puede ser tener que lidiar con esos monstruitos mientras buscas las calorías del queso light.

Por último, ha llegado el momento caja. Ese ineludible instante en el que tienes que pagar, pero temes que la interminable espera te descongele los lenguados. Miras a un lado, luego a otro... se masca la tensión. Esa mujer que te mira de reojo porque ella ya ha encontrado la cola más corta y te advierte de que, si te adelantas, lo pagarás caro; esa otra que se hace pasar por tonta y se cuela delante de ti con todo el morro del mundo (las viejas marujas cara duras me sacan de quicio)... No creo que hubiera tantísima tensión ni en el lejano Oeste. Estas señoras diabólicas no tendrán revólveres, pero meten el codo sin ningún miramiento. Se salen con la suya, te guste o no. Porque si tienes la valentía de plantarles cara; o te montan un pollo, o te ponen ojos de cordero degollado, se hacen las ancianitas seniles, y se aseguran de que todo el mundo vea que serás una arpía insensible y egoísta si no dejas pasar a la pobre abuelita primero.
"A tomar viento, que pase la vieja urraca".

Así que si estás planeando ir a la compra, haz el favor de coger un par de bolsas, meterte la lista en el bolso... y respirar hondo. Vas a necesitar muchísima paciencia.

Y sino, siempre puedes pedirla por Internet y aceptar que las nuevas tecnologías están aquí para quedarse y hacernos la vida más fácil. "Adiós, marujas psicópatas".

sábado, 23 de agosto de 2014

Y de repente... nació un blog

Hace unos días, me quejaba a mi amiga Zoe de lo injusta que es la genética. Injusta, caprichosa y un poco hija de p... Porque a ver, ¿qué merito tiene que una tía tenga las piernas más largas que Betty Spaghetti o los ojos tan azules como el mar? Pues ninguno.
Visto así, más mérito tiene la que ahorra durante un año para poder pagarse unas tetas nuevas.
Zoe me daba la razón como a los tontos, porque ella es de esas afortunadas que nació con una estrella pegada al culo. La tía se lo curra, no voy a negárselo, pero esa forma que tiene su cuerpo de transformar las pocas grasas que ingiere en absolutamente... nada, me jode. Y mucho.
Pero bueno, también es de las que se ha pagado unas tetas nuevas, aunque a mitad de precio. Es lo que tiene currar en una clínica de cirugía estética, te hacen descuento.
A mí, en la inmobiliaria, me cobran hasta los bolis. Así es la vida.

No es que yo sea un engendro, tampoco es eso, pero tengo michelines y piel de naranja como casi todas las humanas. Y bueno, no hablemos de la longitud de mis piernas porque es un tema que me pone de mala leche.

El caso es que estaba yo rajando de todo esto, cuando me percaté de que a Zoe se le escapaba algún que otro bostezo mientras se miraba las uñas. Tras una pequeña discusión, acabó diciéndome con su ya legendario tacto... "estoy hasta los ovarios de tus lloriqueos". Así es mi amiga, sincera ante todo.
-Berenice, me encanta escucharte, de verdad... pero ya no sé ni qué decirte. ¿Crees que tienes el culo caído y dos jamones en vez de muslos? Joder, ponte a hacer ejercicio de una puta vez. Esto -dijo, agarrándose su propio culo- no es gratis.

Vale, puede que la genética no hubiese sido del todo generosa conmigo, pero Zoe tenía razón: podría hacer algo al respecto. El problema es que no me apetecía, los gimnasios y yo no nos llevamos nada bien. En realidad, el deporte en general. Es superior a mí, me odia. Las máquinas y mis extremidades no colaboran, se pelean entre ellas.
Además, ¿se supone que tengo que dejar de comer todas esas cosas tan buenas que la industria alimentaria produce para mí? Creo que sería un feo muy grande hacia todas esas empresas que tanto esfuerzo y dinero invierten para que yo no pierda ni uno de los hoyuelos de mi celulitis.

La conversación se alargó un poco más, pero, en definitiva, terminó con Zoe haciéndome reflexionar sobre mi necesidad de quejarme de todo. Una cosa llevó a la otra y... voilà, aquí estoy, dando rienda suelta a mis neuras en este pequeño espacio cibernético que no sé dónde va a terminar. Pero si eres una incomprendida como yo (y como Calimero) y te encanta quejarte de lo injusta que es tu vida, pues...